Noche de tango, luna y misterio
Autor/a: Fernando Murano

¡No, quĂ© loterĂa ni ocho cuartos! No me ganĂ© ni un mango. ÂżSabĂ©s por quĂ© estoy feliz? Dejame que te cuente. La semana pasada anduve un poco ansioso. No veĂa la hora de que llegase el sábado. Cuando el Negro Flores me contĂł que en el club Sunderland, ese de Villa Urquiza, tenĂan un cantor nuevo que (a pesar de sus veinte pirulos) la rompĂa, me agarrĂł como una necesidad insoportable de ir a escucharlo. ÂżPor quĂ© tanta desesperaciĂłn? Vos sabĂ©s el amor que tengo por la mĂşsica. ¡Bah! ¡Mi vida es la mĂşsica! Me conocĂ©s bien: profesor de mĂşsica en el Normal 25, coleccionista de discos de tango y jazz y, además, compositor de algunos tanguitos y milongas. Vos escuchaste y podĂ©s dar fe que alguna que otra de mis creaciones no tiene nada que envidiarle a las de Lepera o Contursi, Âżverdad? Sábado 4 de abril de 1946, pleno otoño pero ni un poco de frĂo, ni viento habĂa. La noche estrellada mostraba un rostro triste, salpicado por infinitas lágrimas blancas. La luna se erguĂa dominante sobre los demás astros, casi que me parecĂa estar viendo aquel medallĂłn de plata que mi vieja adoraba y que le habĂa regalado, como legado familiar, mi abuela Palma. ¡QuĂ© nochecita! No me olvido más. Se ve que las musas de la canciĂłn arrabalera, diligentes como nunca, armaron el escenario para la gran velada. Pero, bueno, la cosa es que esperaba al Negro en la puerta de casa. Eran las ocho y veinte, ya llevaba media hora sosteniĂ©ndole la vela. Cada tanto ensayaba, como para distraerme, un silbido, algĂşn que otro tarareo. Siempre me hace lo mismo el Negro, viste cĂłmo es de rompe con la pilcha, se la pasa pontificando: “Para que el jetra te quede pintado, lo tenĂ©s que planchar vos mismo, porque tu vieja será experta planchando pero el jetra para la milonga es otra cosa, es como una parte de tu cuerpo, y al cuerpo lo limpia y lo cuida uno mismo”. Ni hablar del almidĂłn para que el cuello quede como una tabla. ¡Ay, Dios! ¡El almidĂłn! Yo lo respeto, no te voy a decir que no, pero a mĂ las pilchas me las plancha la viejita. Igual, por mĂ que haga lo quiera; pero si trabajás hasta las seis y despuĂ©s tenĂ©s que bañarte, empilcharte y plancharte la ropa… ¡Y sĂ, quĂ© querĂ©s! Llegás a las mil y quinientas. Un dĂa me cansĂ© y le soltĂ© que deberĂa conseguirse una minita que completara todo formulario de requisitos para tareas de esposa, pareja de baile y demás menesteres que exige el corazĂłn. Le dije que su vida desorganizada pedĂa a gritos una mujer que pusiera las cosas en su lugar. “¿Y la tuya no?”, me respondiĂł tirando la pelota al lateral. “¿La mĂa quĂ©? ÂżEstás loco? Yo estoy para otras cosas. No puedo construir mi carrera de mĂşsico, de artista lĂrico, de compositor inspirado, con la rutinaria obligaciĂłn de parar la olla. CĂłmo garabatear, en pentagramas tangueros, versos de amores no correspondidos, pasiones que incendiarĂan bosques enteros, promesas de fidelidad eterna, con un par de pequeños hombrecitos demandantes colgados de mis brazos. No, señor, el amor no ha sido destinado a pasar por mi cuore. No estoy hecho para transitar por el amor, sino para escribir inspiradas crĂłnicas musicales sobre Ă©l.” La hora que marcaba el reloj me cacheteĂł impiadoso, sacándome de mis meditaciones. Dos o tres veces me comĂ el amague, pero siempre el que venĂa era cualquiera menos el Negro. Por fin, cuando estaba por reventar de bronca, dio vuelta a la esquina. —¿QuĂ© hacĂ©s, Tito? —saludĂł con desfachatada indiferencia. —¡Hace cuarenta minutos que te estoy esperando! —le descarguĂ© sin misericordia. —Lo que pasa es que fui a buscar al Tano. —¿Y el Tano dĂłnde está? —Eh… no… es que no podĂa… tenĂa que ayudar al viejo en el almacĂ©n. —SĂ, claro, la culpa es del Tano —le mandĂ© la estocada, como para que no piense que soy tan gil—. ¡Vamos que ya es tardĂsimo! —concluĂ y salimos rajando. Caminamos tres cuadras hasta la parada del tranvĂa. El 96 nos dejaba bárbaro, era un poco calesitero, pero corrĂamos con la ventaja de que despuĂ©s solo debĂamos caminar un par de cuadras. ¡Veinte minutos! Veinte minutos tardĂł en llegar el condenado tranvĂa. Yo creo que se habĂa gestado una especie de complot en mi contra: alguien querĂa evitar que llegara a tiempo para escuchar al cantor nuevo. Finalmente, la mole de fierro y madera apareciĂł arrastrándose sobre las vĂas. El Negro, que no puede evitar peinarse el jopo todo el tiempo, aprovechĂł, en cuclillas, lo pulidas que estaban. Como tres cuadras antes, yo empecĂ© a levantar la mano para pararlo. SubĂ los dos escalones de un solo salto. Ya ubicados en los Ăşltimos asientos, nos trenzamos en una ardua discusiĂłn. —¡La orquesta de D’arienzo es lo más grande que hay, viejo! —disparĂł el Negro, abriendo el fuego. —¿Otra vez con la misma canzoneta, Negro? Como la de Troilo no hay. El gordo derrama desde su bandoneĂłn el señorĂo espiritual, la riqueza de una gama emocional que vibra con idĂ©ntica intensidad en lo romántico y en lo compadre —contraataquĂ©, refregándole en la cara mis conocimientos. —Lo que pasa es que a vos, como no sabĂ©s bailar o no te gusta (no sĂ©), el ritmo te importa un bledo, y el gordito al segundo compás te plancha, Tito. ¡Te plancha! —¡Ah, claro! Ahora a la buena mĂşsica la llaman aburrida. Por favor. ¡No seas ridĂculo, Negro! Andá a estudiar mĂşsica y despuĂ©s hablamos —lo parĂ© en seco. La discusiĂłn se iba acalorando: “Que vos no entendĂ©s nada”, “Que vos sos un insensible”. LleguĂ© a pensar, cuando le dije que D’arienzo era burdo y demagogo, que nos Ăbamos a las manos. Menos mal que en ese momento el tranvĂa doblĂł por Acha, y el crujido habitual de la carrocerĂa nos anunciĂł que era hora de bajar. Antes que mi amigo pudiera pestañar, yo estaba parado junto a la puerta. Nos descolgamos del tranvĂa en movimiento. Menos mal que esa noche no habĂa rocĂo ni llovizna porque a la velocidad que me larguĂ© hubiera patinado hasta la General Paz. Caminamos desde Acha y Congreso hasta Lugones. Nos cruzamos con dos rubias infernales emperifolladas hasta la manija, probablemente para una fiesta de casamiento. El Negro amagĂł con ir a chamullarlas, aunque la cara que le puse lo convenciĂł de enfilar derecho para el Sunderland. Nos acercamos hasta una pequeña mesita ubicada en la entrada del gimnasio. Sentado detrás, un gordito de cachetes colorados, nos extendiĂł la mano con los boletos de entrada. —¿Son dos nada más? —preguntĂł. —SĂ. Pero primero le hago una pregunta. —Dos —me respondiĂł. Encima de la calentura que tengo, pensĂ©, me sale con esa respuesta boluda. —¿No canta el pibe este nuevo? —¿El nuevo? —dijo pensativo—. ¡Ah! ¡SĂ, sĂ! “Menos mal”, pensĂ©, aunque ahĂ nomás agregĂł: —SĂ, sĂ© a quiĂ©n se refiere. Pero no, reciĂ©n la semana que viene canta acá. —No te digo que es un complot, parece que voy a tener que esperar otra semana —le dije al Negro, y casi sin respirar le preguntĂ© al gordito—. ÂżNo sabe dĂłnde canta hoy? —Creo que en el “Sin rumbo” —me contestĂł sin mucha convicciĂłn. —¡SĂ! ¡Hoy canta allá! —saltĂł un mozo que pasaba por atrás y venĂa chusmeando la conversaciĂłn. —¿DĂłnde queda el “Sin rumbo”? —preguntĂ©, al tiempo que me percataba de que estaba formulando una pregunta más de las que me habĂa ofrecido. —Tamborini al 6100, una cuadra antes de Constituyentes. —¡La Siberia! —gritĂł el Negro—. Estamos como a quince cuadras. —¡Tomemos un taxi! —imploré—. Si no, no llegamos más. —SĂ, por favor vamos —adhiriĂł el Negro. Volvimos hasta la avenida Congreso, de lo contrario habrĂamos esperado en vano que pasase algĂşn taxi. Ahora sĂ tuvimos el primer golpe de suerte de la noche. Apenas nos acercamos a la esquina de Lugones y Congreso, descubrimos que a cincuenta metros venĂa yirando un Ford A. El Negro estirĂł el brazo agitándolo nerviosamente sobre su cintura y gritĂł: —¡AhĂ viene uno! Cuando nos vio hizo una seña con las luces y apurĂł levemente su marcha. Manejaba un viejito de bigotes y pelo canoso. La cara del tachero me anunciĂł de inmediato que la travesĂa serĂa un eslabĂłn más de la interminable cadena de retrasos. “Apenas” veinticinco minutos “bastaron” para estar en las puertas de la milonga tan deseada. El Negro, que habĂa juntado la plata en el tranvĂa, pagĂł las entradas mientras yo pasaba rápidamente para buscar una buena ubicaciĂłn. Me sorprendĂ al ver el piso de baldosas, yo tenĂa entendido que habĂa tierra apisonada. DespuĂ©s me enterĂ© de que hacĂa un año habĂan organizado una rifa y una kermĂ©s para juntar el dinero de la construcciĂłn. La disposiciĂłn en forma de damero le daba al lugar un toque de elegancia. Al fondo emergĂa de entre las mesas y la gente, lo suficiente como para que el show se viera desde todos lados, un escenario de madera de aproximadamente un metro de altura. HabĂa un micrĂłfono, un par de bocinas de tamaño considerable y una banqueta de madera, de esas altas que se usan en las barras de los bares y que son muy populares entre los cantores noveles que adolecen de manejo escĂ©nico. Atrás se habĂa ubicado el sonidista con sus armatostes, cables y pitutos (para este tipo de ocasiones, los cantores se valĂan, por razones econĂłmicas, de grabaciones de orquestas). “Todo muy lindo, pero… Âżel cantor dĂłnde está?”, pensĂ©. Nuestro segundo golpe de suerte de la noche diluyĂł un nuevo ataque de nervios: aunque el lugar estaba lleno, conseguimos ubicarnos en una mesa del medio para delante. Se acercĂł el mozo, un pelado regordete con mostachos graciosos y nariz colorada. TraĂa una bandeja en la mano derecha y un repasador colgando del brazo izquierdo, que mantenĂa flexionado sobre su prominente barriga: —Buenas noches. ÂżQuĂ© se van a servir? —Yo quiero un porrĂłn —se apurĂł el Negro. —Lo mismo —dije y me apurĂ© a preguntarle antes que se fuera—: Jefe, discĂşlpeme… ÂżY el cantor? —AhĂ está, sentado en aquella mesa al lado del escenario. Yo creo que ya va a subir. Continuará...
Fuente: www.fernandomurano.blogspot.com/2008/10/noche-de-tango.html