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La Colorada

Autor/a: Afra Cagnoto

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Acababa de comerse el mejor asado de su vida le había dicho, en un castellano torpe y minutos antes de morir, a la chica con la que estaba bailando, una colorada radiante. Llegó al baile motivado por el deseo de contacto, según contó ella, que no pudo abrazarlo del todo porque él insistía en hablar y se tropezaba. Se movía trémulo al ritmo de la milonga en el momento que se desplomó. Cortaron la música; las luces rojas y verdes del lugar iluminaban las caras, que miraban asombradas y a la expectativa. Una voz sonó por el parlante, pedía un médico. Una médica se acercó y le hizo resucitación; la panza le latía de arriba abajo, consecuencia de los golpes en el pecho. Pronto llegó la policía y despejó el lugar, las caras se corrieron para atrás, pero no se fueron del todo, querían conocer el final de la historia porque la gente le teme a la muerte lo mismo que le excita. La colorada se sentó al lado del muerto en el piso, creían que era su amiga y le hacían preguntas, y respondía lo poquito que sabía, habían bailado media tanda nada más; la liberaron pronto de las preguntas, se paró y comenzó a merodear como una mosca. La ambulancia llegó media hora después; los hombres y las mujeres vestidxs de blanco apoyaron un tubo de oxígeno y le dieron marcha; abandonaron rápido la empresa y se le tiraron encima haciendo otra resucitación manual; la panza saltaba como una pelota, los gemidos del personal médico iniciaban un coro que parecía un tango triste. Les milongueres iban yéndose; la repetición de la escena les había aburrido. La panza empezaba a ponerse blanca cuando la ambulancia dejó al hombre en manos de la policía de la morgue judicial, que pronto extendió una camilla con una carpa enorme con la estampa PFA. Pasó otra media hora; llenaban papeles; el extranjero parecía descansar en el suelo, ni en una tumba ni en la cama o el hospital. La colorada y yo nos pusimos a charlar, qué duro es trabajar con el tango; no se puede vivir solo del tango, hay que hacer de todo, yo trabajaba en turismo pero me echaron, ahora volví de Brasil y busco otro trabajo, decía. Atrás de ella, la camilla alta, ahora envuelta con la carpa, guardaba al muerto del que no sabíamos casi nada. La policía siguió llenando papeles. La zona cada vez más despejada; si no hay sangre no llama la atención; las muertes pulcras a nadie le importan. Dos hombrecitos apagaron las luces de colores, levantaron el piso de plástico; uno de ellos se subía el pantalón, que le quedaba grande, el otro tiraba de los cables de las lámparas. Las enroscaron y se fueron del lugar. Invité a la colorada a tomar un café, el invierno estaba furioso; me lo aceptó. Al irnos, pasamos cerquita de la carpa y la colorada me agarró fuerte del brazo. Yo no tuve miedo; era nueva en la milonga y pensé que era cierto, como decían, que algunas muertes guardaban victorias.


Fuente: Cortesía de Afra Cagnoto


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